Por José Luis Ibaldi - Mañanas de Campo
En la semana que pasó, el presidente de Estados Unidos dijo una gran verdad: “La Argentina lucha por su vida”. Sin embargo, acá no nos damos cuenta de ello y seguimos peleando por la puerta de entrada al cementerio. El antagonismo es el espejo en el que diariamente nos miramos los argentinos.
Desde los albores de nuestra historia, Argentina está marcada por un antagonismo estructural que atraviesa toda su vida política, social y económica. No se trata de simples enfrentamientos coyunturales ni de debates partidarios pasajeros. Hablamos de conflictos profundos, casi cultural, que encuentra sus raíces en la organización misma de nuestra nación. Los primeros años del siglo XIX fueron el escenario de luchas entre unitarios y federales, un choque que parecía solo político, pero que revelaba tensiones mucho más profundas: centralismo versus autonomía del interior, comercio versus agricultura, ciudad versus campo.
Estas divisiones no desaparecieron con la Constitución de 1853 ni con la consolidación del Estado. Se transformaron y reaparecieron en otros escenarios, por caso, la disputa entre la industrialización y la agroexportación mostró la tensión entre un proyecto de desarrollo nacional y la tradición exportadora centrada en la riqueza del campo; los conflictos por la Reforma Universitaria en 1918 evidenciaron la lucha entre nuevas demandas de autonomía y estructuras jerárquicas establecidas; la década de los 90, con las políticas de apertura económica y privatización, profundizó la brecha entre sectores industriales, agrarios y financieros, generando tensiones que todavía repercuten en la política actual. Y qué decir, del conflicto donde estuvo incluido el campo por la Resolución 125.
El antagonismo también se manifiesta en crisis económicas que dejaron marcas profundas. La hiperinflación de 1989 o la crisis de 2001. Más recientemente, los debates sobre retenciones, subsidios y políticas de control económico han vuelto a poner en evidencia las tensiones entre el Estado central, los sectores productivos y la sociedad, como herencia de estos antagonismos históricos.
Sin embargo, no todo está perdido. Reconocer estas tensiones históricas y analizarlas con rigor permite encontrar caminos de superación. La memoria puede ser una herramienta de aprendizaje, no solo un lastre. La historia ofrece lecciones valiosas, porque los conflictos no desaparecen si no se los aborda con honestidad, pero tampoco determinan un destino irrevocable.
El desafío, entonces, es doble. Primero, entender cómo los antagonismos del pasado nos condicionan; segundo, construir mecanismos de cooperación que permitan convertir la diversidad en una ventaja y no en un conflicto permanente.
La Argentina del mañana dependerá de nuestra capacidad de mirar de frente las divisiones que heredamos y decidir si continuamos alimentando las grietas o si las transformamos en puentes hacia un futuro más sólido, inclusivo y equitativo. La historia, que nos ha enseñado tanto sobre lo que no debemos repetir, sigue siendo nuestra mejor brújula para no perdernos en el camino de las discusiones y para imaginar lo que aún podemos lograr.


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