Una alianza que erosiona la democracia

Por José Luis Ibaldi - Mañanas de Campo

El narcotráfico, como la corrupción, dejó hace tiempo de ser solo un problema policial y/o judicial. Es, ante todo, un problema político. Y lo es porque logró infiltrarse, condicionar y, en no pocos casos, corromper a quienes deberían ser los garantes del Estado de Derecho. Las mafias de la droga no solo compran voluntades en los barrios más humildes, sino que también logran sentarse en la mesa de decisiones, ya sea financiando campañas, amparándose en complicidades o tejiendo vínculos con líderes que han olvidado cuál es su verdadero deber.

 

El diagnóstico es descarnado: sobran los dedos de una mano para contar a los políticos, sindicalistas y dirigentes que todavía mantienen su integridad y ejercen su función con honestidad y vocación de servicio. La mayoría se mueve entre la indiferencia, la omisión y la corrupción directa. Mientras tanto, la violencia se expande, las organizaciones criminales ganan terreno y la ciudadanía percibe que la democracia pierde autoridad frente a la ley de las balas y del dinero sucio.

 

No se trata solo de casos aislados; la infiltración del narcotráfico está presente en múltiples niveles. Desde las decisiones legislativas que favorecen intereses económicos ilegales, hasta la complicidad silenciosa que permite que la droga y el lavado de dinero se filtren en circuitos aparentemente legales. Incluso hay políticos que miran para otro lado, priorizando alianzas estratégicas con los poderosos del delito antes que cumplir con la ley y la responsabilidad social que les impone su función.

 

Y si alguien cree que esta crítica solo alcanza a quienes hoy están en el gobierno, está equivocado. Aquellos que hoy señalan desde la oposición tampoco tienen la “colita limpia”. Su partido está plagado de procesados y condenados, y no son pocas las veces que sus propias filas se vieron envueltas en escándalos de corrupción, lavado de dinero o vinculaciones cuestionables con sectores delictivos. La corrupción y la complicidad no conocen color político; es un mal que atraviesa todo el espectro, y cada acusación, sin introspección, pierde fuerza moral frente a la ciudadanía.

 

El gran desafío no pasa solo por reforzar la seguridad o endurecer las penas, sino por recuperar la autoridad moral de la política. Sin dirigentes honestos, sin instituciones blindadas contra la corrupción, cualquier intento será un maquillaje sobre una herida que supura a la vista de todos. La responsabilidad no es solo del Estado: también recae sobre la sociedad, que debe exigir transparencia, coherencia y ética, y no conformarse con discursos que suenan bien en los medios, pero no se traducen en acciones.

 

La sociedad necesita líderes que vuelvan a pensar en sus deberes, no en sus privilegios. Líderes que enfrenten al narcotráfico no con discursos de ocasión, sino con acciones concretas, aunque les cueste poder, dinero o amigos. Solo así podrá quebrarse la alianza perversa entre la política y el delito que hoy amenaza con convertirse en el verdadero gobierno en las sombras. Porque si no se actúa, no habrá leyes ni democracia que puedan protegernos: solo quedará el silencio cómplice de quienes eligieron mirar hacia otro lado, ya sea desde el poder o desde la oposición.

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