Por José Luis Ibaldi - Mañanas de Campo
En 1985, durante el histórico Juicio a las Juntas, el fiscal Julio César Strassera pronunció dos palabras que quedaron grabadas en la memoria colectiva de los argentinos: “Nunca Más”. No fue una frase improvisada, sino la síntesis moral de un país que buscaba cerrar la etapa más oscura de su historia reciente: la dictadura militar que, entre 1976 y 1983, dejó desaparecidos, secuestros, torturas y un tejido social roto.
El “Nunca Más” trascendió el momento judicial. Se convirtió en consigna ética y política, amparada por el informe de la CONADEP, en el que se documentaron las atrocidades del terrorismo de Estado. Era —y debería seguir siendo— un compromiso universal: la promesa de que ningún proyecto político, de ninguna ideología, volvería a violar los derechos humanos fundamentales en Argentina.
Sin embargo, con el paso del tiempo, ese “Nunca Más” comenzó a ser apropiado y reinterpretado por sectores políticos, en especial por movimientos de izquierda y por el peronismo kirchnerista. En muchos de estos relatos, el concepto se circunscribió exclusivamente a condenar los crímenes de la dictadura militar, dejando en segundo plano —o directamente invisibilizando— la violencia ejercida por organizaciones armadas previas al golpe de 1976, como Montoneros o el ERP. El “Nunca Más” dejó de ser un pacto integral contra toda forma de violencia política y se transformó, en parte del discurso oficial, en un emblema de memoria selectiva.
Recientemente, el mileísmo también hizo uso de este lema, pero para condenar lo que considera décadas de decadencia económica, populismo y corrupción. Esta reinterpretación, alejada del contexto original, encendió la polémica: la oposición de izquierda y el peronismo reaccionaron con indignación, acusando al gobierno de banalizar una consigna que nació ligada a la defensa de los derechos humanos y la memoria de las víctimas del terrorismo de Estado. El episodio puso en evidencia que la disputa por el sentido del “Nunca Más” sigue vigente y que cada sector intenta inscribirlo en su propio marco ideológico.
La memoria es un territorio en disputa. Y cuando se la maneja como herramienta política, el riesgo es doble: por un lado, se manipula la historia; por el otro, se pierde la oportunidad de construir un verdadero consenso democrático que condene toda forma de terrorismo, sea de Estado o no. El “Nunca Más” de Strassera no hablaba de mitades, hablaba de totalidad. No era una consigna contra un uniforme, sino contra la barbarie.
Recuperar ese sentido amplio y original no significa negar la magnitud ni la especificidad del terrorismo de Estado —que, por su poder institucional y sistematicidad, es incomparable—, pero sí implica rechazar la tentación de usar el dolor de las víctimas como capital político. Si el “Nunca Más” se fragmenta, pierde su fuerza como contrato moral.
En un país que aún carga heridas abiertas, la tarea pendiente es volver a sellar ese pacto, sin etiquetas partidarias. Porque la memoria no puede ser propiedad de nadie; es patrimonio de todos. Y frente a cualquier violencia que busque justificar la supresión de la libertad y la dignidad humanas, la respuesta debe seguir siendo la misma, simple y contundente: Nunca Más.
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