Las rutas del abandono

Por José Luis Ibadli - Mañanas de Campo

Hoy quiero hablar de algo que nos toca a todos, cada vez que salimos a la ruta. Lo sufrimos los que vivimos en el interior, los transportistas, los productores, pero también cualquier familia que se anime a salir en auto y hacer unos kilómetros por las rutas nacionales o provinciales. Me refiero al estado lamentable, diría yo catastrófico, de nuestras rutas.

 

Y no es exageración. Todos tenemos cerca un tramo que parece zona de guerra: pozos que son cráteres, banquinas con malezas, asfalto que se va deshaciendo, autovía -como la de la Ruta Nacional 33 entre Bahía Blanca y Tres Picos- abandonada a la buena de Dios. O la circunvalación de nuestra ciudad… Y lo más grave es que ya nos acostumbramos a esto. Es como si aceptáramos que en Argentina andar por la ruta es jugar a la ruleta rusa.

 

Pero detrás de cada bache, de cada accidente, hay una decisión política. Porque el mantenimiento de rutas no se abandonó por casualidad. Se abandonó para mostrar números prolijos en la economía. Se privilegió ajustar el gasto, lograr superávit fiscal, aunque sea a costa de recortar las obras básicas. Y claro, mantener rutas no luce en la foto. No inaugura nada. Es invisible… hasta que el problema estalla en la cara.

 

Los accidentes provocados por rutas destruidas no salen en las estadísticas oficiales del superávit. Pero están. Y los pagamos con vidas, con familias que quedan destruidas. Y también lo paga la economía real, la del productor que tiene que sacar la cosecha, el camionero que arriesga su herramienta de trabajo cada vez que se mete en un tramo de asfalto destruido y ni les cuento cuando tiene que transitar caminos rurales que son responsabilidad de los municipios, que no dejan de cobrar la tasa vial, pero que no llega en contrapartida a ese fin.

 

Y a esto se suma la otra cara de la moneda: la logística. En un país que vive de lo que produce el campo, la industria, el transporte de mercaderías es fundamental. Pero si las rutas son un vía crucis, los costos de llevar el fruto de las cosechas a los puertos se disparan. Cada rueda que se rompe, cada camión que debe bajar la velocidad por el estado del camino o debe hacer kilómetros de más para sortear la rotura de algún puente -como ocurre en nuestra zona- encarece el transporte. Y eso después se traslada a los precios, al consumidor, a todos.

 

Es curioso: producimos alimentos para el mundo, pero no podemos garantizar caminos transitables para sacarlos del campo. Es como tener un auto de Fórmula 1 y andar en un camino de tierra. Así no se puede ser competitivo. Así se pierde tiempo, dinero, y lo más importante: vidas.

 

Y vuelvo al principio. Todo esto no es culpa de un bache que apareció de repente. Es el resultado de una política de abandono, de creer que mantener rutas es un gasto que se puede postergar. Como si fuera un lujo. Como si fuera una obra menor. Pero es exactamente al revés: es una inversión que sostiene la seguridad de las personas y la rueda de la economía productiva.

 

Ojalá algún día entendamos que no hay superávit que sirva si se construye a costa de dejar las rutas hechas pedazos. Porque el verdadero costo de ese ajuste no está en las cuentas del Ministerio de Economía, está en la ruta. Y lo pagamos todos.

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