Gobernar no es pelear: es conducir

Por José Luis Ibaldi - Mañanas de Campo

Como solía decir mi abuela -y ya me han escuchado repetirlo en alguna otra oportunidad-: “De vuelta la burra al trigo”.

 

Sí, otra vez estamos frente a un conflicto en la cúpula del poder. Esta vez, entre el presidente Javier Milei y su vicepresidenta, Victoria Villarruel, no es sólo un cruce de declaraciones ni una diferencia táctica. Es una fractura institucional de alto voltaje que, como tantas veces en la historia argentina, puede traer consecuencias nefastas.

 

No es la primera vez que ocurre. Recordemos el enfrentamiento entre Fernando de la Rúa y su vice, Carlos “Chacho” Álvarez, que terminó con la renuncia de este último en plena crisis política. También el de Kirchner con Daniel Scioli; Cristina con Julio Cobos, por su “No positivo” para la 125; y, más cerca en el tiempo, el prolongado y desgastante conflicto entre la propia Cristina siendo vicepresidenta y el presidente Alberto Fernández.

 

Estos ejemplos muestran que cuando la fórmula presidencial se quiebra, el precio lo paga el país entero. Porque el poder, cuando se divide en lo alto, se multiplica en la incertidumbre abajo. Y los que sufren no son los dirigentes, sino los ciudadanos. Los dirigentes siguen llenando sus bolsillos de plata y los ciudadanos de a pie, pagando los platos rotos.

 

Hoy, Milei y Villarruel se cruzan públicamente, se ignoran institucionalmente, no hay diálogo y se atacan políticamente. El presidente, fiel a su estilo, no negocia, no escucha, no matiza. La vicepresidenta, por su parte, busca afirmarse como una figura con poder propio, pero su actitud es utilizada por la oposición, para hacer sus trapisondas. Y entre ambos han convertido lo que debería ser una coordinación estratégica en un campo de batalla.

 

Esta pelea no es una anécdota. Es un síntoma de una forma de ejercer el poder que desprecia el consenso, que alimenta la interna como combustible y que parece más preocupada por ganar discusiones que por gobernar.

 

En un país agobiado por la pobreza, el desempleo y la violencia cotidiana, estas luchas de palacio suenan a privilegio, a desconexión, a falta de responsabilidad.

 

La ciudadanía eligió un rumbo. Y quienes están al mando tienen la obligación de conducirlo, no de desbarrancarlo por sus diferencias. Si no pueden convivir políticamente, si no pueden dialogar al menos institucionalmente, entonces lo que está en juego no es una disputa de poder: es la estabilidad democrática. Y eso, eso no se negocia.

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