Por José Luis Ibaldi - Mañanas de Campo
La candidatura de Cristina Fernández de Kirchner -ahora a la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires por la Tercera Sección Electoral- vuelve a poner a la Argentina frente al espejo de una democracia condicionada por las lógicas de la impunidad. No se trata solo de una figura con fuerte arrastre popular en determinados sectores del electorado, sino de una dirigente que carga con una condena por corrupción, que hoy se encuentra en manos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. La gravedad institucional de que una expresidenta condenada aspire nuevamente a ocupar cargos públicos no puede ser relativizada ni normalizada.
Es aquí donde comienza el verdadero drama argentino: la política partidaria operando como escudo ante la justicia. Desde el kirchnerismo duro hasta sectores más amplios del peronismo, se ha tendido un manto protector sobre Cristina Fernández. No ha faltado el alineamiento discursivo que denuncia una supuesta “persecución judicial” orquestada por una Justicia colonizada por intereses oligárquicos y mediáticos. Pero detrás de ese relato, lo que hay es una defensa cerrada de una dirigente cuya situación procesal compromete los principios básicos de la ética republicana.
El peronismo, en sus diversas expresiones, ha optado mayoritariamente por cobijar a Cristina en lugar de propiciar una renovación real de liderazgos. Esa decisión no es inocente: responde tanto al peso simbólico de la figura de la expresidenta como a la necesidad de mantener cohesión interna en un espacio político que, sin ella, se fragmenta. En nombre de la unidad, se ha tolerado y justificado lo injustificable.
La postulación de una dirigente condenada por corrupción interpela a toda la clase política y, especialmente, al electorado. ¿Qué clase de democracia estamos construyendo si se permite que la sospecha permanente y la condena formal no representen un límite? ¿Qué mensaje se transmite a las futuras generaciones cuando el poder político parece estar por encima de la ley?
La Corte Suprema tiene ahora en sus manos una decisión crucial. No solo debe confirmar (o no) una condena. Debe también enviar una señal de que en la Argentina el principio de igualdad ante la ley no es una consigna vacía. Mientras tanto, la dirigencia política debería asumir su responsabilidad histórica: dejar de blindar a quienes han dañado al Estado y apostar, de una vez por todas, por una cultura democrática donde la corrupción no sea premiada con candidaturas.
Porque sin justicia no hay república. Y sin ejemplaridad, no hay futuro.
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