Por José Luis Ibaldi - Mañanas de Campo
El reciente rechazo del Senado al proyecto de Ficha Limpia es mucho más que un dato parlamentario. Es una señal preocupante de la distancia que separa a buena parte de la dirigencia política de las demandas más elementales de la ciudadanía.
Ficha Limpia proponía una condición simple y de sentido común: que quienes tengan condenas judiciales por delitos de corrupción no puedan ser candidatos a cargos públicos. No se trata de una vara arbitraria ni de una invención moralista; es una medida que ya ha sido adoptada en otros países con resultados positivos, y que en nuestro país cuenta con un respaldo social contundente.
Sin embargo, una vez más, el Senado eligió mirarse el ombligo. A través de maniobras dilatorias, discursos que relativizan la ética pública y votos en contra, los senadores bloquearon la posibilidad de que esta norma mínima de decencia democrática se convierta en ley. ¿Cuál es el mensaje implícito? Que el derecho a ser elegido está por encima del deber de rendir cuentas. Que la política puede seguir siendo un refugio para quienes han sido condenados por traicionar la confianza pública o simplemente son unos burdos ladrones. Es más, los que rechazaron a Ficha Limpia festejaron descaradamente tal acción, confirmando su devoción por el peculado.
El argumento de la “presunción de inocencia” ha sido utilizado como escudo, aunque Ficha Limpia no se aplica a imputados ni a procesados, sino a personas con condena en segunda instancia. Es decir, con pruebas ya sustanciadas por el Poder Judicial. Defender a esos condenados en nombre de la democracia es, en realidad, una forma perversa de erosionarla.
Pero hay una sombra más inquietante que se cierne sobre este rechazo: la sospecha, cada vez más presente en la opinión pública, de que no se trató simplemente de diferencias jurídicas o ideológicas, sino de un verdadero pacto de impunidad. Un acuerdo tácito —o no tanto— entre sectores del poder para blindarse entre ellos, garantizando que las puertas de la política sigan abiertas incluso para quienes ya han sido encontrados culpables por la Justicia. No hay que subestimar el daño que esta percepción causa en la legitimidad del sistema político. Cuando los ciudadanos creen que los representantes se protegen entre sí como una corporación en lugar de proteger el interés común, la democracia se vuelve frágil.
La política no puede seguir exigiendo respeto si no se respeta a sí misma. No hay república posible sin ejemplaridad. Si el Congreso es incapaz de establecer que un corrupto condenado no puede ser candidato, entonces la pregunta es inevitable: ¿quién se está protegiendo a sí mismo?
El rechazo de Ficha Limpia no es solo una derrota legislativa. Es, sobre todo, un fracaso moral. Pero también es un nuevo llamado de atención. El ciudadano de a pie no puede resignarse a esta lógica del privilegio impune. La presión social y el voto siguen siendo herramientas fundamentales para exigir una dirigencia a la altura; porque la limpieza de las instituciones empieza por sus puertas de entrada.
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