Por José Luis Ibaldi - Mañanas de Campo
“La revolución hoy se llama participación. La salvación no la hemos de encontrar por el camino de la violencia y la fuerza. Que quien a hierro mata a hierro muere, dice el refrán; que por el camino de la violencia no se ha de allanar el abismo, sino ahondarlo más y más. Lo que a lo sumo pasará será que se variará el bastón de la posición, de forma que la montera haga de mango y el mango de montera”. Estos conceptos pertenecen al Padre José Maria Arizmendiarrieta, propulsor de lo que es hoy la famosa Corporación Cooperativa de Mondragón, en el País Vasco, España.
Traigo estas palabras de este sabio hombre de fe y guía de hombres y mujeres por el camino de la dignidad y del trabajo cooperativo, porque tienen la fuerza de quien vivió en carne propia la guerra civil española, y de entre las cenizas, gracias a la educación impregnada de valores, hizo de aquellos niños, jóvenes y adultos, una comunidad dispuesta a transformar su presente en un futuro esperanzador.
Lejos de compararnos con el País Vasco que está años luz de nosotros, debemos asumir que una parte de nuestra sociedad está marcada por el síndrome de Estocolmo. Y en eso vuelvo a palabras del Padre Arizmendiarrieta: “De lo que se trata es saber si podemos vivir con dignidad y vivir con dignidad es poder disponer de nosotros mismos. En este aspecto no nos puede satisfacer ningún paternalismo, como tampoco nos puede complacer, como seres libres, ningún paraíso cerrado”.
Asimismo, podemos hablar de acá al infinito del travestismo político, de la simulación para que todo siga igual. Estamos hartos de que los políticos se cambien las ropas originales y se disfracen apresuradamente de lo que no son. Esto ya lo sufrimos en el breve período constitucional de la década del ’70 y, luego, en buena parte de estos últimos 40 años de democracia. Así nos fue. Sin embargo, recientemente, aquellos aprendices de magos recibieron una lección, como lo explica el siguiente cuento: Una leyenda de la Edad Media nos habla de un mago que poseía el difícil arte de criar brujos o hados que luego obraban toda clase de maravillas, exhibían toda clase de habilidades. Hubo un curioso que quiso aprender aquel arte y se dirigió al mago, pidiendo que le enseñara aquel secreto. Así lo hizo, y aprendió a hacer hados, pero se descuidó, se olvidó de aprender el secreto de tenerlos sujetos a su voluntad. Una vez salidos de las manos de aquel aprendiz de mago, éstos se desenvolvían con entera libertad e independencia. Y ¿qué pasó? Sencillamente, que acabaron con su propio autor y el aprendiz de mago sucumbió bajo la habilidad y arte de sus propios hijos.
Será por eso por lo que debemos acuñar de ahora en adelante que “la revolución hoy se llama participación”. Allí está la verdadera magia de la democracia.
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