Silencio, la Navidad más profunda

Por Carlos Bodanza - Mañanas de Campo

Por un momento todo fue silencio. La tarde cae y los momentos previos a la Nochebuena invitan a mirar profundo, a introducirse muy adentro, a encontrar ese sonido que habla de nosotros mismos, esos sonidos que no solemos escuchar, que están tapados por el ruido continuo de la vida diaria, de ese apuro que nos lleva siempre no muy lejos, pero subidos a ese incansable no escuchar, que no nos permite frenar ni por un instante.

 

Poco a poco se hace la hora y sigo acá, me quedé solo y las reflexiones salen a puñados, como agua que rebalsa en un australiano, me traen recuerdos, lugares, personas queridas, una película pasa en pocos minutos por la cabeza y me doy cuenta de muchas cuestiones que no siempre nos detenemos a mirar y a disfrutar.

 

La inocencia es la primera palabra que encuentro para describir lo que pasa por mi cabeza. Recuerdo los nervios de esperar con alegría ese momento tan intenso, no veía la hora de que se termine la cena y poder empezar por los regalos. Sin embargo, retrocedo y recuerdo en la misma escena a muchos seres queridos que pasaron por la mesa, y una enorme emoción me embarga, no por tristeza, sino por saber que están ahí en mis recuerdos, que sus fotos siguen presentes ni bien logro silenciar todo el sonido que abunda.

 

Como no ver al tío Andrés con su risa eterna, o al padre Vega, aquel viejo capellán del ejército, que solía compartir con nosotros navidades, repleto de cicatrices, habiendo pasado por procesos, por Malvinas, por una vida plagada de acompañar al otro, en uno de los miles de ejemplos que esta vida nos puso al alcance de la mano y tal vez pasemos por alto. O el chillar de la vieja campana de chapa, que la abuela Susana supo heredar y volvió a heredar mi vieja y que a las 12 puntual, sonaba desafinada, con un badajo cuadrado, que terminó con una tuerca para que el ruido fuera más estruendoso.

 

Abrazos, risas, brindis y hasta alguna vez, hubo que apagar el fuego del pesebre, cuando una vela voló con el viento y entre carcajadas y apuros –justo en medio de una oración navideña-, casi en un acto pagano, incendiamos el arbolito navideño, para que luego formara parte del sinfín de anécdotas tan contadas en los años siguientes.

 

Navidad sabe siempre a vida, a esa que nos tenía esperando para salir a jugar primero con amigos, luego años más tarde, ser la previa de largas noches de salidas, para que luego fuera mi propia Navidad y el volver a soñar con un la ilusión de los más chicos, se transforme hoy en la misma ilusión, con nuevas familias, con otros chicos,  con amigos de siempre, con un nuevo amor y con la alegría intacta en el interior de que Nochebuena es el momento donde por un instante, volvemos a creer, volvemos a soñar, volvemos a ser chicos, pero con el corazón tal vez más grande.

 

Silencio, ese amigo tan fuerte que tenemos y no solemos escuchar, ese don que nos han regalado y a veces tanto tememos encontrar, porque el es capaz de mostrarnos un camino necesario, pero sobre todo necesario para nunca perder el verdadero rumbo, ese que siempre que escuchamos nos señala lo bueno y lo malo, los errores más que los aciertos, porque en el silencio, siempre hay un maestro dispuesto a enseñarnos, a corregirnos, a volvernos a la senda que tal vez perdemos en el ruido.

 

Miro la hora y el momento de la cena ya está cerca y ya me estoy yendo, pienso en los que cosechan, en los que mañana –como nosotros – madrugaremos para ver que el “día después” es el regalo de volver a nacer, de despertar una vez más y poder creer que habrá un día mejor. Silencio, esa paz que nos regala el interior y que más allá de Navidad, deberíamos compartir a diario para encontrarnos un poco más cada día, con nosotros mismos y con una Navidad, que comienza en cada despertar.

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