¡Feliz cumple, mi querida Saavedra!

Por José Luis Ibaldi - Mañanas de Campo

Parafraseando al filósofo griego Heráclito, podría decir que la historia de los pueblos es la historia de la existencia misma representada en los ríos; son los mismos y son distintos: permanecen y cambian. Forzosamente son sinuosos. El cúmulo de actos es el caudal vital que labra su propio cauce. Ninguna regresa a la montaña donde nacieron. Desembocan en el mar. Esa fidelidad evidente es la que vemos a lo largo de la historia de aquellos lugares donde nacimos, nos criamos, tuvimos nuestros primeros amigos, concurrimos a sus escuelas, conocimos a viejos pobladores y abrevamos de sus historias, recorrimos sus calles y jugamos en sus baldíos.

 

Ayer, Saavedra, mi pueblo de origen, cumplió 134 años. Está ahí, quieta geográficamente, pero no es igual a la que conocimos aquellos que hoy tenemos nuestros cabellos canosos, ni será igual para las generaciones venideras. Permanentemente ha ido cambiando, buscando su destino de pueblo ubicado al pie de las denominadas geológicamente Sierras Australes.

 

Yo conocí a un verdadero y pujante pueblo cuya base económica y social estaba ligada al ferrocarril y a la agricultura y ganadería; donde había una cooperativa agropecuaria; una sucursal de la Cooperativa Obrera que fue la continuidad de la entonces Cooperativa Ferroviaria y que mi tatarabuela le decía “la preparativa”; dos escuelas primarias, a un lado y otro de la vía que dividía el pueblo en dos; una escuela secundaria producto de la inquietud de los profesionales de entonces y de muchos padres que deseaban un porvenir educativo mejor para sus hijos; la iglesia católica; la Subcomisaría y la delegación municipal; el enorme edificio de Correos y Telecomunicaciones. La Biblioteca Popular. Los kioscos ubicados estratégicamente sobre las avenidas que circunvalan la Estación ferroviaria. Los potreros que estaban libres eran ocupados por canchitas improvisadas de fútbol y llenas de pibes. La casa de cambio de revistas. Las peluquerías de Arena y Dello Russo, y la sastrería de Francisco Meli. Las panaderías y las carnicerías eran el lugar ideal de encuentro de las vecinas o de aquellos niños que, con las instrucciones escritas en un papel se las entregábamos al vasco Oregui o al carnicero Ponce, acompañadas de las respectivas libretas para que anoten el importe y que a fin de mes mi papá sumaba y ponía los billetes respectivos para saldar la cuenta.

 

Cuando de vez en cuando vuelvo a mi querido Saavedra, cambiado, porque una de las patas económicas -el ferrocarril- es sólo un recuerdo; aunque progresista en otros rubros, caminar sus calles y reencontrarme con algunos amigos que se quedaron haciendo patria en ese pequeño terruño, o cuando paso por el frente de lo que fue el hogar donde me crie, se desencadena en mí un recuerdo proustiano (un recuerdo involuntario) y traslada mi memoria olfativa a aquellos momentos de mi niñez y juventud.

 

Ayer, 17 de diciembre, Saavedra dio una nueva vuelta al sol. Un año de vida más que, como señalaba al inicio de esta columna, lo hace cambiar, modificarse, mutar; aunque permanece intacto el valor creativo de las relaciones personales entre seres humanos, que siguen buscando fuerzas y voluntades, para seguir teniendo pertenencia y continuar labrando su propio cauce. Son 134 años de fidelidad a su esencia. ¡Feliz cumple, mi querida Saavedra!

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