Instituciones de adorno

Por José Luis Ibaldi - Mañanas de Campo

Tenemos nuestras instituciones democráticas de adorno. Desde 1930 hasta ahora -salvo algunas honrosas excepciones- venimos confiando en la capacidad de algún iluminado que nos diga lo que debemos hacer y cómo tenemos que ser. La fascinación por líderes de barro y la notable sumisión a sus caprichos capitulando ante ellos por necesidad, hambre o ausencia de referentes nos viene llevando a no tener capacidad de construir ninguna institución que se mantenga transparente en el tiempo.

 

La falta de institucionalidad es tan enorme que ya nada sorprende. Ni las formas ni los modos se respetan. La degradación que ocurre puertas adentro de los históricos edificios es enorme y cala hondamente en la conducta de la sociedad. La conducta de quienes ocupan las instituciones oficia de espejo donde se mira el pueblo. ¿Será por lo que los malandras se multiplican?

 

Si el presidente no tiene sentido de institucionalidad, carece a la vez del mínimo sentido de pudor. Las fiestitas en la residencia de Olivos, cuando todo el pueblo estaba en cuarentena es un ejemplo de esa falta de pudor. Tampoco logra comprender los grandes cambios que se viven a nivel nacional y mundial, operando sobre una lógica inexistente e insostenible.

 

Para colmo, posee una vicepresidente desquiciada, multi procesada, y donde el servicio hacia el pueblo no se halla entre sus virtudes. Digamos que no figura en su personalidad. El único servicio que conoce es el que construyó junto a su fallecido marido: servirse a sí misma, porque se mueve como dueña y no como inquilina del poder que le brindó el pueblo con el voto, al acompañar al presidente en la fórmula.

 

El otro poder, el Legislativo, está ocupado por “políticos” que se reconocen que se deben a ellos mismos. No les importa su electorado ante quienes nunca rinden cuenta. Ingresan solapados en listas sábanas y, generalmente, son ignorantes de su verdadera labor, y se llenan de asesores que no sólo usufructúan de ellos, sino que les hacen presentar proyectos imbéciles y que nada tienen que ver con las necesidades reales de la República. Su otro trabajo no es pensar y actuar en consecuencia, sino levantar la mano o votar el proyecto que le exige el caudillo de turno. Es más, lo único que les interesa es cobrar religiosamente el abultado sueldo mensual y tratar de acomodar en algún puesto administrativo a algún pariente, a los hijos, a los amigos y a algún o alguna amoroso/amorosa que le debe el favor de dejarlos felices por un rato. ¿El pueblo, a quién tienen que servir? Bien, gracias.

 

En la Justicia las cosas no pueden estar peor. Ella no es ni el amparo ni el reparo que se necesita. Es cada vez más abiertamente servil hacia los políticos. Y si éstos últimos son los que deben ir al banquillo de los acusados por corrupción, los tribunales se convierten en un terreno fangoso, difícil de atravesar hasta la sentencia, que con suerte podría llegar luego de la desaparición física por vejez del inculpado.

 

La justicia es un lujo que no está al alcance del pueblo. Sólo la puede tener aquel que tiene dinero suficiente, para poderla amoldar a sus intereses. Son raras avis los casos de fiscales y jueces que dan honra al ejercicio de sus cargos.

 

Por si no se han percatado, mis queridos amigos, estamos en el horno. Los tres poderes hacen agua y sólo se ven fortalecidas sus debilidades por la corrupción y, algunas veces, por el crimen. Recordemos que aún tenemos abierta la causa del asesinato del fiscal Alberto Nisman.

 

Las fallas en los cimientos de la República son enormes y la tarea para repararlas, más aún. Hay que hacerlo pronto, antes de que el gran edificio republicano se caiga sobre nuestras cabezas.

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