¿Por qué me gusta el campo?

Por José Luis Ibaldi - Mañanas de Campo

No hay mayor placer en mi persona que levantarme antes de que empiece a despuntar el sol. Esto lo puedo hacer, sin obstáculos, cuando estoy en el campo familiar, en cercanías de un pequeñísimo asentamiento poblacional denominado Puente Los Molles, en la provincia de Córdoba.

 

Ese es el momento en que se pierden algunos sonidos nocturnos, propio de la fauna que tiene esos hábitos y se empiezan a escuchar otros que despiertan y le ponen ritmo a la mañana. Basta cerrar los ojos y aguzar nuestros sentidos, para poder percibir esas mudanzas.

 

Lo mismo pasa con el caer de la tarde, cuando aquellos trinos y sonidos diurnos dan paso a aquellos que les gusta vivaquear bajo las estrellas y a la luz de la luna.

 

Es el ciclo de la vida que acompaña a quienes sentimos el campo como el espacio natural donde realizar nuestra tarea.

 

Mi pasión por el campo no viene de ahora. Está muy adentro desde mi niñez. Yo me crie en un pueblo, donde la plaza principal estaba exactamente a una cuadra de ese límite que marca el alambrado y nos dice que comienza el campo. La tapia de ladrillos del patio de la Escuela primaria N° 1 “Manuel Belgrano” no era un obstáculo para poder disfrutar del paisaje de los campos que se extendían hasta el pie del cordón serrano que, a la lejanía, oficiaba de telón de fondo para -quizás- dar más entidad a los trigales o los girasoles que se extendían hasta sus faldas. La mañana era el turno que más apreciaba porque podía posar mis ojos sobre ese paisaje singular, toda vez que el recreo nos invitaba a disfrutar de lo que nos brindaba la naturaleza que estaba y sigue estando al alcance de todos.

 

Luego, las vacaciones de verano en el campo del tío “Bebe” Gallicchio, en Azul, también rodeado de mucha naturaleza al alcance de mis sentidos. Un gran monte y árboles frutales; galpones con peones que nos invitaban nocturnamente a ser parte de historias de “aprecidos” y que junto a mis hermanos y primos nos hacían pegar unos “julepes” de aquellos; cultivos de verano, que entre los primeros surcos de la cabecera se habían sembrado sandías, y que “calábamos” en plena siesta para disfrutarlas; el acompañamiento de nuestra bisabuela Paula en algunas incursiones por el bañado cercano lleno de gallaretas.

 

Tuve y sigo teniendo un trabajo que me permite estar cerca del campo y de sus protagonistas diarios. También una familia que, en la provincia de Córdoba, aún conserva su establecimiento, ahora embellecido por una refrescada a la casa familiar donde se asentaron definitivamente hace más de 50 años, y como un homenaje a la memoria de Kelo y Edita, los patriarcas que ya no están, pero que siguen presentes en el corazón y en la mente de todos quienes los amamos.

 

En fin, ya tienen mis argumentos sobre porqué amo el campo y todo lo que representa, y me hace olvidar por algunos instantes a los fariseos que se acercaron a una de las muestras más grandes de la agroindustria argentina, para mostrarse como pavos reales, cuando bien saben que son detestados por quienes viven, luchan y disfrutan en ese espacio llamado “campo” y cuyos votos nunca lograrán.

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