Gestos dignos

Por José Luis Ibaldi - Mañanas de Campo

“Desde la perspectiva del hombre moderno, la gente de antes tenía menos libertad. Eran menores las posibilidades de elección, pero indudablemente, su responsabilidad era mucho mayor. No se les ocurría, siquiera, que pudieran desentenderse de los deberes a su cargo, de la fidelidad al lugar que la vida parecía haberles otorgado. Algo notable -continúa- es el valor que aquella gente daba a las palabras. De ninguna manera eran un arma para justificar los hechos. Hoy todas las interpretaciones son válidas y las palabras sirven más para descargarnos de nuestros actos que para responder por ellos”. Esto párrafo, del libro La Resistencia, edición del año 2000, fue escrito por Ernesto Sábato.

 

Tiene tanta vigencia, como si el jueves y viernes pasado hubiera estado sentado en las gradas del Congreso de la Nación, siguiendo el debate de los legisladores sobre el presupuesto.

 

Dar la palabra dejó de ser un hecho real y pasó a ser algo sin peso, banal. Hoy da lo mismo prometer algo y no cumplirlo. Aquel apretón de manos, que era lo mismo que dar la palabra, prácticamente se va escurriendo como la arena entre los dedos. Quedan pocas personas o instituciones que le dan valor a la palabra o al apretón de manos.

 

En cierta ocasión, le escuché una anécdota personal al doctor René Balestra -docente de Derecho Constitucional y exlegislador, además de hombre ligado al cooperativismo- sobre el poder que tenía dar la mano o dar la palabra. Comentó en aquella ocasión que él era chico y jugueteaba en el comedor de la casa de sus abuelos, mientras que éstos tenían un diálogo que por entonces le pareció intrascendente, pero que después lo marcó en su vida personal y profesional. Le decía su abuela Luisa a su esposo: “Mirá, hemos pensado con los muchachos -los muchachos eran los hermanos- que podríamos vender las cuadras de la esquina del campo”. Y el abuelo le responde: “No Luisa, no las podemos vender, porque yo ya arreglé con el vecino”. Y la abuela Luisa insistió: “Pero aún no han firmado nada”. A lo que el abuelo le responde: “Ya le di la mano, Luisa, ya le di la mano”.

 

Indaguemos en nuestros mayores sobre estos ejemplos. Se van a encontrar con historias familiares similares. No es que en antaño no había malandras. Los había, pero abundaban los hombres y las mujeres de palabra. Es probable que en esas historias que abreven de sus mayores encuentren pobreza, sacrificio, estoicismo frente a la adversidad, deseos de progresar en base al trabajo duro, y también dignidad de las personas.

 

Las historias, las anécdotas familiares o de otras personas nos tienen que despertar, abrirnos la cabeza, hacernos pensar que, si nuestros ancestros pudieron, también nosotros podemos recuperar el valor de la palabra, el valor de estrechar la mano para pactar un negocio o una promesa y cumplirla.

 

Hay que estar dispuestos a cambiar. Nunca es tarde. Se hace desde abajo, reconociendo nuestros errores y falencias, dando el ejemplo. Así de simple y así de complejo. Vale a la hora de descansar tranquilos, sin ataduras ni mentiras. Vale para construir desde abajo una cultura que nos puede hace dar un giro como país que, por ahora, sigue en terapia intensiva.

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