Madres del corazón

Por Carlos Bodanza - Mañanas de Campo

Muchos recuerdos tal vez que no siempre repasamos llueven en el instante que ese reconto nos trae a la memoria. No siempre valoradas, así como alguna vez hablé de los “entenados”, todos hemos tenido muchas madres, sin con ello jamás olvidar a la que nos regaló la vida, justamente, la que nos enseñó que el amor va más allá de un título y sin embargo, hay mil maneras de ejercerlo.

 

Mis recuerdos de pequeño tal vez no son muchos, por esas cosas de la vida mi cabeza eligió dejar unos pocos, por eso quizás los atesoro como a ninguno, los guardo como ese pequeño diamante que hay que conservar y jamás perder, en una caja imaginaria de seguridad que en momentos como estos, vale la pena sacar a la luz.

 

Lo primero que me viene a la cabeza es un largo pasillo, me lleva a las imágenes de mi entrada a casa saliendo del jardín de infantes y el eterno pedido a “la tía Luisa” –nuestra tia niñera- de que cada día hubiera “puré con milanesas” mi plato preferido por aquel entonces y ella mansamente atendía los deseos, peleándose con mi viejo y con mi vieja, con tal de cumplir con los deseos de aquel niño. Sin hijos, su mayor devoción eramos nosotros, como podrían haber sido cualquier otros, su vocación de madre no necesitaba un parto y una lactancia, tenía amor suficiente para todo ello.

 

Cómo no pensar en la tía Ñata cuando hablo de amores maternales. Junto con Raúl, fueron eternos padres de sobrinos e hijos de amigos y de patrones. No era extraño ver en el jardín, tras los pantalones de cualquiera de ellos, Don Raúl de padre, la tía de madre. Siempre tenían tiempo para juegos, un ajedrez, unas cartas, una generala. “Ñatita” no podía cocinar mejor: las comidas elaboradas y sus escones, “la nata o natela” de las tardes con un olor mágico, los mejores dulces caseros que jamás he probado, provenían de sus manos, pero sobre todo, de ese gran amor con lo que todo lo hacía. No había invierno perfecto, si no visitábamos su casa, con la salamandra al centro de la cocina, viendo nevar afuera siempre se me entremezcla con alguna película que sin embargo, yo vivía en primera persona.

 

Y están las otras, las de los mil hijos que siempre tenían lugar para uno más, porque su oficio y profesión era la de madre, 5 o 6, “porque no hacer lugar para uno más”, solíamos escuchar. Recuerdo a “Silvia” y no se porque todas esas grandes madres, tenían como especialidad la cocina, ella repostera, dueña de todas las tortas de nuestros cumpleaños, ir a su casa con sus hijos, era siempre una verdadera fiesta de las tardes, con bizcochuelos siempre perfectos, con un colchón más en el piso para que las noches de aquellas ahora llamadas “piyamadas” fueran únicas.

 

Recuerdo con enorme cariño a la “Tía Paula”, siempre compinche, siempre dispuesta, escondida del tío “Chiquito” para que no la retara, sabía conseguirnos la mejor chocolatada, en su quincho de Monte Hermoso, al que debíamos entrar milagrosamente sin arena, para no escuchar los retos del tío que siempre vigilaba de cerca.

 

El repaso me llevará por “Olguita” la vecina del primero, siempre atenta a tratar a los mil raspones y cicatrices que aún conservo y que con la paciencia de un tibetano, curaba, vendaba y limpiaba día tras día, como si con sus hijos no hubiera sido suficiente, siempre había un rato más para sus mimos y cuidados.

 

Por todo esto, recordar el día de la madre, sería injusto saludar a una sola. Porque todas y cada una de ellas, siempre están ahí, con muchos hijos o sin ellos, porque ser madre es una condición que nace desde el corazón y gracias a ellas, el amor hoy en mis recuerdos tiene mil caras. Feliz día a todas, a las de la vida y a las del corazón.

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