Mi otro amor, los libros

Por Carlos Bodanza - Mañanas de Campo

Aquellos que estamos empezando a transitar la senda que nos conduce al otoño de nuestras vidas, tenemos el privilegio de habernos cultivado leyendo libros y escuchando atentamente a nuestros bisabuelos y abuelos, que terminaban sus vidas en nuestros hogares, cuidados, respetados y amados. La inmediatez no existía, o si la había, no se notaba.

 

Al igual que mis hermanos, yo me crie en un hogar modesto, donde mi padre, conductor ferroviario, y mi madre, ama de casa, se las arreglaban para llegar a fin de mes sin que faltara el pan en la mesa y un libro que nos ayudara para el presente y el futuro. Y, en las cenas, especialmente en el invierno, cuando se sumaban los bisabuelos, escuchábamos atentamente las historias de Paula, llenas de personajes misteriosos, y los relatos de Antonio que, como buen andaluz, agiganta imaginativamente sus andanzas de niño en su tierra natal o sus viajes de tropero.

 

Lo de los bisabuelos -a los que amé y sigo amando- se los contaré en otra ocasión. Hoy quiero centrarme en los libros, porque el pasado viernes 23 se celebró el Día Internacional de Libro, porque en ese día, pero de 1616, fallecieron Cervantes, Shakespeare y Garcilaso de la Vega.

 

Gracias a mis padres, mis hermanos y yo, siempre atesoramos una pequeña biblioteca, donde la principal era una colección de aquellos famosos fascículos que aparecían cada tanto, y cuya denominación era elocuente: “Lo sé todo”.

 

Era una enciclopedia de 12 tomos, pero en la recordada Librería de Simone, en Saavedra, se la podía comprar por fascículos. Muchísimos años después descubrí que el origen de esa colección era italiano y que era editada y vendida en todos los países de lengua española por la Editorial Larousse.

 

Me formé en cultura general, además de lo que aprendí en las escuelas primaria y secundaria, con esos fascículos, que un buen día mi papá hizo encuadernar.

 

Nada me producía tanta satisfacción como bucear en sus categorías, donde venían con un cierto orden la historia de la humanidad, personajes históricos y mitológicos, anatomía y fisiología, botánica, zoología, ciencia, literatura, geografía, etcétera. Cada fascículo me llevaba a un plano superior. Era adrenalina para mi cerebro ávido de conocimientos. Me abrió la cabeza a un mundo que deseaba conocer con lujos de detalles.

 

Ya en mis años de adolescente, la Biblioteca Popular de Saavedra fue mi otro refugio, en una época donde había que investigar temas para el secundario y, de paso, la bibliotecaria siempre nos presentaba alguna obra literaria, como para que nos llevemos a casa, en préstamo, algo que nos ayudaría a completarnos intelectualmente.

 

Hoy miro hacia arriba y hacia ambas alas de mi escritorio, y siento que mi profundo compromiso con la lectura me está llevando a completar una destacada biblioteca, que mes a mes se engrosa cada vez más, y a veces el caos que produzco trae algún tirón de orejas de mi amada cordobesa.

 

Tal es mi pasión por los libros, que mi siempre recordado y querido suegro Kelo, cuando supo que en cercanías de su establecimiento rural se remataba una modesta biblioteca de un productor conocido, la compró y me la regaló.

 

Vivimos un cambio de época desde hace algunos años a esta parte, donde la velocidad del cambio es vertiginosa y será lo permanente. Sin embargo, más allá de esa vorágine, existe un momento en que nuestros niños, nuestros nietos necesitan aprender a incursionar en esa maravillosa aventura de descubrir el mundo que se abre ante sus sentidos. Ese es el momento para iniciarlos en el maravilloso mundo de la lectura, por medio de todas herramientas que tenemos a nuestro alcance: libros de papel o electrónicos, historias, relatos, no importa. Lo fundamental está en hacerles descubrir e incentivar esa avidez de conocimientos, que es lo que mueve al mundo.

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