Poner blanco sobre negro

Por José Luis Ibaldi - Mañanas de Campo

Hay veces en que hay que bucear en la historia, para despertar ante los embustes que nos quieren hacer creer de una Argentina que se fundó y comenzó a ser diferente y para mejor, desde 2003 hasta 2015 y desde el 10 de diciembre de 2019 hasta nuestros días, gracias al relato que están intentando introducir en la cabeza de niños y adolescentes acerca de la nueva revolución encabezada por la Pasionaria de Tolosa y El Calafate.

 

Para ello, hay que poner blanco sobre negro. Porque entre 1852 y 1853, nuestra nación se dio un sistema, cuando Urquiza interrumpió el reeleccionismo de Juan Manuel de Rosas, cuando el Acuerdo de San Nicolás sentó las bases unánimes de la convivencia entre las provincias, y la Constitución de 1853 diseñada por Juan Bautista Alberdi comenzó a regir en la vida argentina.

 

Entre 1852 y 1930, apoyada en estos principios republicanos, nuestro país atrajo a millones de habitantes venidos de Europa. Y si bien la cantidad de inmigrantes fue menor de los que desembarcaron en Estados Unidos, Argentina tuvo la mayor proporción de extranjeros en relación con el total de la población. De acuerdo a los datos del censo de 1914, una tercera parte de los habitantes del país estaba compuesta por inmigrantes. No era para menos, pues la Constitución Nacional invitaba e invita a “todos los habitantes del mundo que quieran habitar el suelo argentino, otorgando igualdad de derechos y obligaciones a nativos y extranjeros”.

 

Y si bien fue elegida la fecha del 4 de septiembre como el Día del Inmigrante, fecha en que el Primer Triunvirato de 1812 dictó la disposición de fomentar la inmigración y ofrecer protección a los individuos de todas las naciones, por obra y gracia argentina sólo se hizo realidad 41 años después con la fundación, el 8 de septiembre de 1853 de la primera colonia agrícola en Esperanza, provincia de Santa Fe, y por eso se instituyó el Día del Agricultor.

 

Las presidencias históricas como las de Mitre, Sarmiento y Avellaneda, garantizaron la existencia misma del estado argentino, poniendo la argamasa a los cimientos de un país moderno. De esa época datan los Códigos de Comercio, Civil y Penal, y también el primer impulso a la educación, que tanto obsesionó a Sarmiento.

 

De paso, le comento a Juancho Grabois -emparentado espiritualmente con el Papa Francisco-, que desea una reforma agraria y está alentando tomas de tierras, que llegó tarde. Unos cuantos inmigrantes, con sólo sus manos y sus deseos de prosperar en una nueva tierra, entre 1856 y 1895, ya habían fundado 360 colonias agrícolas que trabajaban 3.600.000 hectáreas con trigo, maíz, avena y lino, dando inicio a más formidable epopeya agraria que tuvo el país.  

 

Los productores rurales de 1912 ya cultivaban en 1912 unos 12,5 millones de hectáreas agrícolas en las que producían más de 14 millones de toneladas. Hoy, según el último censo agropecuario, con algo más de 33 millones de hectáreas implantadas, se producen más de 120 millones de toneladas de cereales y oleaginosas; mientras que, en otra superficie, además de bosques y montes naturales, se crían más de 40 millones de cabezas de ganado bovino, más de 8.600.000 cabezas de ovinos, 3.600.000 porcinos, 2.500.000 caprinos y casi un millón de equinos.

 

Hago un paréntesis. Me animo a recalcar esto, porque no sea cosa que los seguidores de la arquitecta egipcia o los de Juancho Grabois, quieran cambiar las fechas por las tomas épicas de tierras que vienen ocurriendo desde hace bastante, con fines nada claros, y por medio de un Congreso sin escrúpulo quieran sacar una ley de conmemoración. Cierro paréntesis.

 

Vuelvo a la columna, no sólo para homenajear a aquellos inmigrantes, que son la viva expresión en muchos de nosotros que somos sus descendientes, y para exaltar el rol de los agricultores de todos los tiempos y darles las gracias por los alimentos que diariamente se colocan en la mesa de millones de argentinos, sino también para señalar un hecho que aún duele, porque un día como el de hoy, pero de 1930, la primera revolución militar de una larga serie de hechos, descarriló aquella Argentina que venía creciendo y el nuestro pasó a ser un país sin rumbo, retrocediendo catastróficamente en el concierto de las naciones.

 

Cincuenta y tres años después recuperamos la democracia, con la ilusión de que sea definitiva. Y, muy a pesar de los malos políticos que hemos sabido conseguir y votar, el sudor y el trabajo constante, junto a la incorporación tecnológica derramados en los surcos por los hombres y mujeres del sector agropecuario y la agroindustria en general, muestran que el espíritu de sus ancestros inmigrantes sigue estando tan intacto como entonces, porque su silencioso y tozudo trabajo, resistiendo el brete y el corral para seguir viviendo en una República, son poderosas herramientas contra los exaltados que intentan volver a instaurar la barbarie en la creencia de que a río revuelto ganancia de pescadores.

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