Recordando a “Titín”, recordando a mi Padre

Por José Luis Ibaldi - Mañanas de Campo

Me veo acodado en el molinete del paso a nivel, junto a mis hermanos Julio y Jorge, esperando a papá. A paso apurado se acerca a nosotros, vestido con el clásico mameluco y la canasta de mimbre en su mano derecha conteniendo un juego de sábanas, ropa, recipientes con yerba y azúcar, una llave francesa, un rollito de alambre de fardo, y algunos libros que había comprado en una librería de Olavarría, “para que usemos cuando vayamos al colegio secundario”.

 

Ni bien nos divisa, apura un poco más el paso, y antes de darnos un beso nos pregunta: “¿Qué macana se mandaron, para que vengan a buscarme?”. Nunca le erraba, ya imaginaba a nuestra mamá diciendo: “¡Ya van a ver cuando venga tu padre!”.

 

Y nosotros, tomados de la mano y acomodando la historia para nuestro lado, nos esforzábamos en seguirle sus “pasos de alambrador”, rumbo al hogar.

 

Algunos de sus amigos le llamaban “Titín” o simplemente José. Para nosotros, sus hijos, siempre fue “Papá” y para mis hijos “el abuelo Pepe”, como ahora me apodan mis nietos.

 

Era un hombre de pocas palabras, nacido en la ciudad de Bolívar, criado en su niñez y juventud en Huanguelén, que se siendo aspirante en el ferrocarril se trasladó a Saavedra, pueblo al que consideró su nuevo hogar.

 

Venía de una familia ferroviaria y él y sus hermanos -salvo uno que, por no ver de un ojo, no pudo ser parte de ese oficio- continuaron la profesión de conductores de trenes. Valoraba esa labor y siempre sintió lealtad y compromiso para con ella, a tal punto que, devolvía la ropa que le había dado la empresa ferroviaria -aún aquella que no había usado- cuando cada año le entregaban una muda nueva.

 

En sus años mozos jugaba a la paleta, le gustaban los caballos de carrera, y era socio del Club Ferro, cuya cantina fue escenario de su despedida de soltero malograda, producto de una borrachera anticipada de algunos de los concurrentes.

 

Mis hijos varones, sus nietos, se hicieron hinchas de River, gracias a él. Lo recuerdo siguiendo a su equipo favorito desde su radio spika. Era su refugio dominguero y mi mamá, sabiendo que mi papá necesitaba ese solaz, aprovechaba esas horas para concurrir con nosotros al Cine Teatro Español, donde por la tarde daban las lacrimógenas películas de Joselito o las clásicas del cine argentino. Años después, tras su fallecimiento, encontré en su mesita de luz una libreta donde tenía anotados los resultados de los partidos que se disputaban cada domingo.

 

Tanto él como mi madre nos alentaban en los estudios y no escatimaban en privarse de algo, para que nosotros pudiéramos tener los libros que necesitábamos. Si algo atesoro, es la colección de Lo Sé Todo, una suerte de enciclopedia, que mi padre le hizo encuadernar a un compañero de trabajo.

 

Para papá, la llegada de mi hermana María Elena fue una experiencia atesorada, cuando nosotros, sus hijos varones, ya estábamos casi en la adolescencia. Tenía sus defectos, como todos, pero para mis hermanos y hermana, fue y seguirá siendo nuestro Papá.

 

Cuando llegaron las canas, la jubilación, y los achaques propios de la vida, con algunos episodios isquémicos de por medio, igual pudo disfrutar de los nietos, con los cuales jugaba a las cartas o al dominó, o les hacía algún asadito. Lo veo, ya cansino, con pasos inseguros, dirigirse a la plaza cercana de la mano de los nietos. Algo que me gustaría ocurra, cuando nos liberemos de esta cuarentena y del coronavirus.

 

En este Día del Padre, me quedo con aquel recuerdo de mi Papá, de impecable mameluco y con su canasta de mimbre en la mano derecha, avanzando hacia nosotros, en aquel molinete del paso a nivel de Saavedra.

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