¿La decadencia nos incomoda?

Por José Luis Ibaldi - Mañanas de Campo

Hoy, es la fecha para hablar del rol del periodista en su día. Yo, al menos no lo voy a hacer en forma directa, pero quizá sí de manera indirecta. Vamos a intentar hacerlo.

 

Muchos preguntan qué nos pasará cuando la pandemia pase y comience a ser un recuerdo. La certeza actual es que seguimos en la decadencia y ésta se acentuará aún más en los próximos meses. No es posible pensar en algo diferente, porque el milagro de la multiplicación de los panes no estoy seguro llegue y tampoco nos creamos que somos el pueblo elegido. Nuestro país, nuestra Patria, es decadente y todos hemos colaborado con nuestras acciones y omisiones a acercarla cada vez más al borde del precipicio.

 

¿Qué es la decadencia? Es la declinación o el principio de la ruina. Se trata de un proceso de deterioro y menoscabo a través del cual las condiciones o el estado de algo o alguien comienzan a empeorar.

 

Hace unos años, el ingeniero agrónomo y doctor en sociología de la ciencia brasileño, José de Souza Silva, advirtió que “comprender que las turbulencias, incertidumbre y desorientación que hacen vulnerables a las naciones y organizaciones son provocadas por un cambio de época -y no por una época de cambios- es crítico para definir la premisa y diseñar el marco para el cambio de estas organizaciones y naciones”.

 

En Argentina, por el nivel de instituciones y organizaciones que tenemos, aún estamos viviendo en el siglo pasado, y nada hace pensar que entremos en un cambio de época en el corto y mediano plazo. Los cuestionamientos propios de un cambio de época son ahogados o sofocados por voces decadentes que propician un pensamiento único, sin advertir que en el mundo avanzan aquellos países que han advertido que las razones para iniciar el cambio están afuera y no dentro de las organizaciones. Aquí mantenemos estructuras estatales y sindicales atrasadas; una visión mecánica del mundo; modelos de desarrollo en crisis; debilidad, desorientación y vulnerabilidad económica, política y social. No hay guías confiables y cada Gobierno que se sucede quiere inventar la historia.

 

Hagamos una radiografía de lo nuestro, de nuestra decadencia que deviene de mediados del siglo pasado.

 

El gobierno refleja cada vez más lo que somos. Buena parte de los argentinos se han enamorado de sus captores. Viven secuestrados en un presente miserable, mirando un futuro inexistente, y añorando un pasado paupérrimo, donde se los conformaba con un pan dulce y una sidra.

 

No sé si les pasa, pero yo siento que día a día nuestro país va perdiendo terreno. La decadencia a la que hemos llegado está a la altura de la audacia de los mediocres que, a través de su incompetencia y el silencio cómplice de muchos, han llegado al poder.

 

La corrupción es otro signo de decadencia, enquistada desde los más bajos niveles hasta los más altos, y donde la impunidad forma parte de lo cotidiano. Ya lo indicábamos el domingo pasado, cuando advertíamos la relación concomitante entre políticos y jueces, para que los hechos denunciados terminen archivados o sin sentencia. Nuestro Poder Judicial hoy no es independiente y no necesitamos más pruebas que las que muestran diariamente los hechos.

 

La decadencia también se evidencia cuando nos quieren hacer creer desde la misma política que ésta no es una tarea atractiva, que hay que enlodarse, y que nada tiene de arte y de ciencia. La diversidad de pensamiento no está en la agenda del político; aunque sí la de hacer de la política un medio de vida para vivir holgadamente.

 

Contribuye a la decadencia la inacción, la anomia de la sociedad; cuando nos mueven en masa y a gusto, vendiéndonos por unos pesos, por un choripán y hasta por la promesa de algo que sabemos no se va a cumplir.

 

Decadencia es cuando la ideología barata arma o le hace guiños a un grupo de imbéciles para que salgan a romper silos bolsa o a incendiar el campo de algún dirigente agrario, cuando por otro lado los mismos ideólogos hablan de seguridad alimentaria. Acá tenemos la prueba de que existen en nuestro seno dos culturas en pugna. Una, la cultura del esfuerzo, del pan ganado con el sudor de la frente y sin pedir nada a cambio, salvo que lo dejen trabajar y con reglas claras. La otra cultura, o anticultura, tiene la máxima de Abraham Maslow como divisa: “Para el que tiene solamente un martillo como instrumento, todo lo que ve se parece a un clavo”.

 

Tendría muchas cosas más para señalar, pero me conformaré si en este Día del Periodista, al menos, los incomodé. Porque nuestra profesión debe ser como el tábano, que aguijonea a la sociedad a partir de su crítica.

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