Liderazgo, la revolución de la fe

Por Carlos Bodanza - Mañanas de Campo

“No es más que un hasta luego, no es más que un breve adiós, muy pronto junto al fuego, nos reuniremos”. Este verdadero himno de las congregaciones salesianas, suele marcar a muchos chicos, adolescentes y aún en estos tiempos, sigue siendo la canción elegida para muchos encuentros donde se busca a partir de ese elemento tan primitivo como puede ser una fogata, socavar hasta los huesos la sensibilidad de niños  en noches cuya luz, está solo signada por las llamas.

 

El padre Marcelo Fiderich, seguramente para muchos será un nombre más, un cura, un sacerdote, que dejó tantos amigos, recuerdos, admiradores, como porque no, alguno reprochando sus métodos, sus formas, propias de un tiempo que ya no está, que no puede compararse ni mirarse con el actual, claramente desde mi punto educativo este último, muy inferior al de aquellos tiempos.

 

Lo que nadie podrá cuestionarle al Padre Marcelo, era su liderazgo, algo tan en crisis por estos días. Dueño de una personalidad única, este salesiano con un chorrito de franciscano en su carisma, poseía la capacidad de poder aggiornar su espíritu Alemán estricto –y el carácter que ello implicaba-, su modernidad que a veces rozaba lo incorrecto, su pasión por todo lo que hacía y su extrema hiperactividad a la que parecía arrasarlo todo. Un cocktail, que dejó tal vez la imagen, de que será por siempre, el más recordado.

 

Podría hablar de su faz cristiano-religiosa, algo muy particular, salvo en misa, era muy difícil identificarlo como cura, de hecho, pocas veces usaba la ropa correspondiente. En su celebración, había batería, guitarra eléctrica, bajo, una voz principal y la práctica semanal minuciosa, de una banda de rock que los domingos, hacía música en una Iglesia que explotaba por los “vitró” de las ventanas. Era desde mago, climatólogo, conocedor de especies –mientras decía que no lo imiten, podía agarrar con la mano una tarántula o la primera víbora que se le cruzara – y absolutamente en todas sus excursiones, campeonatos, eventos o cuanto organizara, nada quedaba librado al azar y mucho menos abierto a discusiones con padres, que confiaban ciegamente en lo apabullante de sus convencimientos a la hora de cumplir con lo estipulado.

 

Claro, la disciplina era tanto explícita como implícita, eran tiempos donde las orejas,  las narices y los cachetes, no necesitaban una sesión con una psicopedagoga por trauma o un abogado por sus formas. Marcelo repetía mil veces aquella frase de otro histórico como el Padre Calendino al referirse a los padres: “Aquí el primer día que vinieron les explicamos que el Don Bosco ofrecía tarta de manzanas, si quieren de frutillas, nadie les pidió que vengan, las puertas están abiertas para irse cuando gusten”, disparaba entre sonriente y con un tono que bajaba la mirada del más guapo.

 

De hecho, la curiosidad de los tiempos que corren, habla de que las rejas, las cerraduras, las puertas cerradas, llegaron con su partida: Marcelo siempre explicaba (a pesar de que eramos niños de menos de 12 años) que quien quisiera y a la hora que quisiera, podía irse del colegio, el único detalle, es que la vuelta, sí sería cuando él lo dispusiera, y eso, esto era el mayor candado que una puerta puede tener.

 

Otros tiempos, otra educación, pero un liderazgo que no necesitaba más que la alegría de un tipo, que fue cura por esas cosas de la vida, pero que seguramente, nada podría haberlo limitado en sus elecciones. Algunos, tuvimos la suerte de pasar nuestro mejores años de la infancia, bajo un verdadero revolucionario de la fe, pero no de la cristiana, de la otra, de esa que llevamos bien adentro y que nos construye día tras día.

Escribir comentario

Comentarios: 0