Una llama que nunca se apaga

Por Carlos Bodanza - Mañanas de Campo

Existe un lugar que ha resistido al tiempo, ha derrumbado barreras, ha achicado grietas. Ese lugar tiene la capacidad de juntar al de arriba con el de abajo, con el que heredó y con el que labura, quien manda y quien es mandado no tienen aquí grandes diferencias. Es una suerte de unión ilógica, pero una unión que persiste a través de los años y es aquí donde todo se reconoce, las raíces, las tradiciones, la tecnología, el conocimiento, la sencillez, la riqueza y hasta la oligarquía bien concebida, esa de grandes “sobretodos” pero de respeto conservado. Eso es Palermo, un blanco y negro que solo es explicable, viviéndolo desde adentro.

 

La escena es poco menos que curiosa, entre medio de las sopladoras los idiomas se entremezclan: un correntino le pide la “rasqueta” a un yanqui, que con un toro embozalado, rápidamente extiende su mano y en idioma universal, comparten el momento de trabajo como si toda la vida hubiesen estado ahí. Detrás un brasileño levanta el bosteo de una vaquillona con una pala de la cama, mientras el recibe un mate de un pampeano con quien comparten horas y horas, justo en el momento que llega el patrón y acomoda en un fardo improvisando en  una mesa, la picada y la cerveza que todos juntos compartirán a continuación. La señora rubia, una clásica pituca, no tendrá reparos en ser la que reparte el pan cortado por su hija apenas unos segundos antes y todos vivirán juntos el momento, con risas, con lo sucedido en el día, sin importar la clase, el idioma, la condición social y el puesto jerárquico.

 

El encierre de tropillas es lógicamente un espectáculo único, para los fanáticos del caballo, es el momento de vitorear los grandes conocimientos de una historia y una tradición que no tiene fin. Esa que habla de los “emprendados” de la platería criolla, de la doma, del respeto por el animal, la misma que muestra a nuestros antepasados indios, mezclados con el gauchaje, esa que hace que los capitalinos que apenas ven caballos una vez al año, se rompan las manos viendo como con una simple madrina, se maneja medio centenar de equinos. O cómo es posible, que un tipo en pelo y al galope, se esconda detrás del matungo como en aquellos viejos tiempo, como si la historia no hubiera transcurrido.

 

Y así se mezclan, los grandes vinos del comedor central con platos exóticos y mucha gala, con espumantes onerosos, con una etiqueta infaltable y una adición que para varios, significaría poco más que una semana de laburo. Enfrente, el salamín grueso cortado, la lata fría infaltable o por qué no, una cervecita tirada con amigos que se funden en un patio cervecero digno de cualquier Oktober Fest.

 

Pasan las delegaciones y los carruajes y pasa la megacosechadora de la marca del ciervo, tradición y tecnología, ayer y hoy todos reunidos bajo un mismo emblema. Pabellones que aún hoy, muestran apellidos para muchos innombrables, para otros, entendidos que la historia no se puede juzgar una vez pasado el tiempo en que lo hecho no fue juzgado.

 

Palermo somos los que todavía entendemos, que hay un país detrás de la General Paz, que existen costumbres, que no hay populismo o centralismo que la derriben, porque Palermo tiene un solo nombre: Federalismo. Ese que aún, un país emperrado en juntarse en una sola capital, pelea día tras día por amontonarse y autosubsidiarse de otro país que la mantiene.

 

Cada mes de Julio, todavía en la Argentina, se mantiene viva la llama de que la grieta, comienza en la capital de la República y termina cuando el interior, la junta a fuerza de un Campo  diverso y diferente, que en un par de semanas, da clase de cómo es posible, mantener encendida la llama de la patria.

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